Carmen – Cómo Carmen de Bizet reivindica sus derechos

Que yo te quiero, Carmen; que lo he dado todo por ti, Carmen; que eres mía o de nadie, Carmen. En resumidas cuentas: que le debía y mucho.

[Relatos]

 

“Toda mujer es amarga como la hiel; pero tiene dos buenas horas, una en la cama, la otra en la muerte.” Palladas (Antología griega)

 

El infierno es tan eterno como el cielo, así que hablo desde la eternidad. ¡Dejadme hablar! No sé casi apenas escribir, pero sé hablar y el paisano francés nunca me dio voz ni voto.

Que le robé su reloj, que iba y venía a mi antojo, y luego lo de José. Otra vez, venga a hablar de mí, de Carmen la cigarrera, como si sólo hubiera una, como si esa una tuviera que ser yo. Y la ópera. Es verdad, ahí tenía voz yo. Y todos, no te fastidia.

Porque era una ópera, pero la letra no era mía. Y las películas, en todas partes, cada vez con menos ropa, cada vez más puta o más ‘liberada’, que dirían las payas.

Pero, ¿qué se sabe de mí que no hayan dicho otros? A ver, si tan bien me conocen o deberían conocerme a estas alturas, ¿a qué viene la sorpresa de que el tal José me mate y me remate?

¿O es que ahora va a resultar que al francés le preocupaba la violencia doméstica? Pero vamos por partes. Lo de José fue una historia con mal ángel desde el principio.

 

Amores locos

Al francés le encantaban las historias de amores locos, pero no la mía. En el fondo le gustaba más José a él que a mí. Porque José le contó su cuento, su mala ventura, no la mía.

A mí me gustó José porque me miró a la cara sin esperar nada. Luego empezó a esperar más. Yo le gustaba por escurridiza, pero que no me escurriera de sus manos, claro.

El francés quería guerra y yo no tenía ganas, así que se acabó conformando con que alguien le contara a qué sabía un encoñamiento en toda regla, y José se lo contó a su manera.

Como iba diciendo, hablo desde la eternidad. No tengo más principio que la profecía de mi muerte y ni siquiera me dejan escoger el cómo: tiene que ser a navajazos, como si se tratara de una cuestión de honor.

¡De honor! ¿El de quién? ¿Por qué nunca me dan a mí una buena faca? ¿Por qué quería José que yo fuera de otra manera si, dicen, se volvió loco por mí tal y como me conoció?

Le enseñé a hacer el amor o, por lo menos, lo intenté. Se le iban las fuerzas nada más verme desnuda y gemía y lloraba como un niño porque quería verme satisfecha. Yo no estaba acostumbrada a aquello.

 

El soldadito

Algunos hombres son muy brutos, otros saben lo que se hacen, pero José ni era bruto ni sabía nada de nada, ni me parece a mí que quisiera aprender. Cuando por fin dejó el ejército o, más bien, el ejército lo dejó a él, se quedó con el cielo y la tierra.

Sin galones, sin dinero y sin destino, fui yo quien lo recogió y se lo llevó al monte con los míos. Pero no valió para nada. Había vivido demasiado cómodo para ajustarse a la vida de bandolero.

Demasiado viejo para aprender trucos nuevos, demasiado joven para entender que no tenía marcha atrás. Carne de cañón con modales de soldadito. Allí mismo me regaló un anillo.

No estaba mal, lo confieso, pero yo sabía que ese anillo no estaba pensado para mis dedos. Era un seguro de fidelidad, una señal de para mí te quiero y para mí solo te tengo.

Algo teníamos en común, que los dos éramos vascos, y para de contar. Yo ni me acuerdo de donde nací y, además, ¿en qué me puedo parecer yo a las mujeres del pueblo de José? En nada.

Seguro que por allí se levantan con las gallinas, ordeñan a las vacas, salen a plantar o a recoger algo del campo, trabajan como mulas de carga y mantienen su honra bien cubierta de refajos para que sus Josés, y sólo ellos, las dejen preñadas un año sí y el siguiente también.

Allí querría ver yo al francés de visita. Pero para qué iba a ir a Navarra el gabacho a pasar frío, monte arriba y monte abajo y viendo mujeres que sólo hablan cuando las hablan.

 

El macho del manojo

El anillo de valor sentimental. ¡Menuda fortuna! Lo que José sentía por mí lo sé yo muy bien: ganas, unas ganas rabiosas de demostrarse a sí mismo que él era el macho del manojo, que estaba por encima de mí y que acabaría por convertirme en su cordera.

Pero el francés ya había anunciado que mis ojos eran de lobo y José que mis movimientos de gato. Animales y más animales. ¿Y José?, ¿de qué tenía ojos José?

Los tenía de color mapa, entre castaños y verdosos, ¿pero de qué animal? Porque andaba rígido, pero no se me ocurre compararle con ningún animal, mucho menos con una fiera. Y en la cama, sus gemidos de niño bueno.

Luego lo de mi marido. Lo único que quería ese desgraciado era desahogarse después de estar en la trena una buena temporada. Y ahí estaba yo, sin remilgos pero sin ganas, a su disposición.

Ese no gemía; bramaba o gruñía hasta vaciarse y luego se quedaba dormido roncando con el resuello que le quedara. Olía a bestia. Y a José le daban los celos. ¿Celos de qué?

Celos de que a mi marido lo único que le interesara fuera un coño bien dispuesto y nada más, sin dar ni pedir amor, sin sentirse desgraciado ni afortunado porque fuera yo y no otra la que recibía sus embistes.

¡Qué harta me tenían los dos! Pero había que pasar por el aro, como siempre, abriéndome de piernas a cambio de nada. Porque eso es la fidelidad por la que tanto piaba José.

 

Un torero

Cuando tengo la suerte de que me regalen toparme no con un torero cualquiera, sino con Escamillo, no me lo dejan más que para un revolcón. Ya me habría gustado que hubiera sido Escamillo y no el panoli de José quien hubiera perdido el seso por mis carnes morenas.

Escamillo sabía torear en cualquier tercio con los toros y con las mujeres. Y también sabía que torear tiene sus riesgos. Si el francés hubiera sabido algo de mujeres de verdad, me habría comparado con un toro o un torero, no con un lobo ni con un gato.

Otra vez los animales. El día de la corrida me había puesto guapa. Ya no aguantaba el polvo y el sudor de días y días en el monte. Me había bañado y perfumado. Me había puesto el vestido que Escamillo me regaló.

Iba como una princesa: mantilla de blonda fina, peineta de carey y cadena de oro. Hasta había conseguido quitarme las manchas y el olor de tabaco de las manos frotándomelas con un limón.

Y él me brindó su último toro mirándome con una sonrisa, como si me estuviera diciendo: a éste lo mato y luego ya veremos qué pasa entre tú y yo. Pero el aguafiestas plañidero me esperaba detrás del tendido.

 

Mía o de nadie

Que yo te quiero, Carmen; que lo he dado todo por ti, Carmen; que eres mía o de nadie, Carmen. En resumidas cuentas: que le debía y mucho. Pero yo no le quería y se me daba una higa que hubiera dejado el ejército, a su novia de Navarra o al sursun corda.

No le debía nada y se lo dije. Debería haber hecho como el de la copla de la Bien pagá: ná te pío, ná te debo. Lo que hubo entre nosotros duró lo que duró y ya no hay más.

Pero cuando le contó todo esto al francés, no le dijo que estaba temblando de rabia, que del encoñamiento había pasado a la furia de querer justificarse como macho.

Y el francés debió de ponerse cachondo escuchando su desesperación. Y llegó la amenaza en forma de pregunta: “por última vez, ¿te quieres quedar conmigo?”.

José ya sabía la respuesta y yo ya sabía qué iba a pasar. ¿Y si le hubiera dicho que sí? Pero estaba cansada de mentir, cansada de librarme por los pelos siempre del último cretino al que se le pusiera entre ceja y ceja que no había otro hombre como él.

Y le dije que no. Por una vez en la vida no mentí, dije la verdad y me condené. Le había dado una de mis buenas horas y quería las dos. Por eso hablo desde el infierno donde, por cierto, no estoy tan mal.

 

En el infierno

El francés salió bien parado, vivió para contar el cuento del cuento. Y aún le quedó tiempo para hablar de la raza calé, como si de verdad le interesara la cosa.

Lo que le interesaba era el morbo. Ahora mi nombre anda por ahí, en boca de cualquiera que se quiera acercar al demonio y al fuego pero sin quemarse.

Siempre dispuestos a oír la misma historia, siempre seguros de que no hablaré yo, conversaciones entre hombres de esos que se empalman y se acaloran con sólo hablar de lo que harían o con escuchar lo que otros hacen.

Si después de oírme a alguno le quedan redaños, que venga a verme. Aquí los espero.

 

 

 

María Donapetry
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