Diarios de viaje – Vacaciones en Roma – Un encuentro inesperado para recordar
[Viajes]
Cual un moderno San Pedro, el sacristán de Sta Maria del Popolo agitaba el repleto llavero para que su estridencia alertara a su rebaño de gorras y cámaras fotográficas de que la hora de cerrar había llegado. Irene recogió la mochila del suelo junto al banco donde se había sentado a descansar en espera de que estuviera lista su habitación. A pesar del cansancio y para entretener la espera mientras abrían la iglesia, ya se había dado un paseo por el Pincio y la vista de su famoso obelisco le recordó la leyenda sobre Galileo y su <<e pure, si muove>>.
Suspiró. Estaba cansada aunque los Caravaggio le habían aligerado la mente. El trayecto final en tren desde Fiumicino hasta el metro y al salir de él en piazza Barberini hasta el hotel había colmado un accidentado viajecito de retrasos, pasajeros alterados, frío y, para postre, su primer intento con la recepcionista del hotel fracasó viéndose obligada a esperar hasta mediodía. Febrero no era, quizá, la mejor época para visitar Roma, pero necesitaba tanto un descanso que no dudó en aceptar la sugerencia de unos amigos para viajar fuera de temporada, como dirían sus padres. Su deseo de llegar a la ciudad antes que sus compañeros la había impelido a comprar un billete low cost, llevarse el exiguo equipaje al trabajo para salir disparada hacia el aeropuerto en su último día, aunque ello significara, como así fue, llegar demasiado tarde para ser de noche y demasiado temprano para ser de día…
Salió a la amplia piazza del Popolo en busca de las iglesias gemelas para sobrepasarlas y desviarse en dirección a piazza di Spagna, hacia el hotel. Esperaba que una buena ducha y unas horas de sueño prepararan sus sentidos para no perder ningún detalle de sus vivencias romanas. Su profesión como lectora y correctora para varias editoriales le encantaba; podía leer sin descanso y si bien era cierto que, a veces, le tocaban temas que no le interesaban en absoluto, otras, en cambio, disfrutaba de lo lindo. Los últimos meses habían sido agotadores; el cambio de siglo había propiciado un alud de novelas en cuyas tramas se barajaban acertijos, acrónimos, anagramas y fórmulas matemáticas que la dejaron en un estado de notable agotamiento mental. Necesitaba cambiar de aires y nada mejor que la Ciudad Eterna. Hacía mucho que quería estar en el lugar que, a partir de los primeros asentamientos de la Edad de Bronce, se convirtió en el centro de un gran imperio que legó a Europa la base de su organización legal y administrativa; recorrer sus calles y plazas dejándose impregnar de su esencia, contemplar edificios, iglesias y monumentos sin ningún propósito concreto. Y menos mal que ésa era la idea porque es tal la densidad cultural de esa ciudad que no habría sobrevivido a un plan previo y estricto de visitas y horarios.
Un rodeo involuntario la llevó a la famosa Via Veneto; murmuró un taco y retomó el camino. Lo primero al llegar a su habitación era llamar a Filippo, el colega italiano al que deseaba conocer en persona y que se ofreció a servirle de cicerone durante un día para, como le dijo, “situarla y dejarla que descubriera en soledad lo que la ciudad le ofrecía”. Acordaron que él la recogería en el vestíbulo al día siguiente. Se tendió en la cama y se durmió instantáneamente.
Los últimos rayos del sol poniente bañaban de oro las perforadas paredes del Coliseo, cuando Irene fue a encontrarse con su colega. Un corte de electricidad la obligó a bajar por la escalera a la luz de varias velas colocadas con tino en todo el recorrido, lo mismo que en el vestíbulo; tuvo la sensación de que esos apagones debían ser frecuentes por la forma como el personal había dispuesto las velas y cómo se desenvolvía en la penumbra, sin la menor vacilación. La imagen que se había formado del hombre que la esperaba no tenía nada que ver con lo que se encontró en la recepción y, aunque no lo podía distinguir del todo -estaba sentado en una de las butacas más alejadas de la puerta- parecía llevar una especie de gabán con capucha y con la cabeza baja parecía tal que un monje en plena meditación. Alzó la vista al oírla llegar y se levantó con agilidad para salirle al encuentro, haciendo que su rostro quedara al descubierto. Era un joven bien parecido, con el cabello negro ondulado enmarcándole un rostro anguloso de piel muy blanca, marfileña, con un bigotito que le daba un aire antiguo y romántico. Más bien delgado y no muy alto, tenía una actitud como de recogimiento y humildad aunque el brillo de sus ojos denotaba resolución. No parecía muy hablador, así que tras el habitual intercambio de cumplidos salieron a la calle; ella, dispuesta a dejarse llevar y atenta a cualquier comentario de su anfitrión, aunque algo, sin embargo, la inquietaba… no acababa de reconocer su voz como la que había oído un millón de veces por teléfono y su italiano, que a través de las ondas entendía muy bien, ahora le planteaba problemas de comprensión. Lo achacó a que aún no estaba repuesta de su cansancio; lo siguió por la via Sistina hasta la del Tritone para alcanzar la del Corso y cruzarla en dirección al río en busca de la piazza Navona.
Filippo la precedía, deslizándose más que caminando tan elásticos eran sus pasos. Cuando llegaron, tuvo que insistir para que el joven accediera a tomar un café a lo que rehusó amablemente, aunque la acompañó para que lo hiciera ella. Eligió el local menos concurrido y alejado de toda la plaza, después de mirar en torno como asegurándose de que nadie les prestaba atención. Había oscurecido y las difuminadas luces de las farolas no conseguían penetrar del todo la espesa niebla procedente del río que cubría aquella parte de la ciudad, dando a edificios y transeúntes un aspecto fantasmagórico e impidiendo que Irene pudiera distinguir con claridad los detalles. Mientras esperaban al camarero, él empezó a hablar de la historia de Roma empezando por su fundación <<ab urbe condita>> con la leyenda de Rómulo y Remo, fratricidio incluido. La muchacha escuchaba y a la vez contemplaba las famosas tres fuentes. La mayor, en reparación y oculta parcialmente por una valla, presidía el centro del espacio con sus pétreas alegorías de los cuatro ríos, observadas desde los extremos por el Moro de Bernini y el Neptuno de Della Porta. El café la despejó, pagaron y salieron para cruzar el Corso del Rinascimento, pasar junto al Palazzo Madama, subiendo a buscar la piazza Colonna y la via del Tritone, donde él se despidió hasta la mañana siguiente.
El día amaneció gris, sumergido en la misma niebla espesa de la noche anterior. Irene no había conseguido descansar demasiado bien, le dolía la cabeza y seguía con esa indefinible sensación de incomodidad y, al parecer, a su amigo le pasaba lo mismo; tenía los ojos enrojecidos y medio cerrados, o sea, también había dormido mal o arrastraba una resaca de campeonato… Decidieron ir en metro hasta el Coliseo y durante el trayecto Filippo retomó su relato de la historia de la ciudad, por supuesto a grandes rasgos, al tiempo que le iba señalando en el mapa los lugares que, para él, era imprescindible visitar la primera vez, empezando por la época de los emperadores y como ya iban a ver el Foro y el Coliseo ella debería seguir por el Panteón, el Ara Pacis y, no estaría de más acercarse al Giardino degli Aranci, en el Aventino, para disfrutar del hermoso panorama. Demasiado para tan pocos días, pensó Irene, pero siguió escuchando con atención, algo extrañada de que su interlocutor ponderara tanto todo lo referido a la Roma anterior al siglo XVII y eludiera contestar a sus preguntas sobre las iglesias pues, era tal su abundancia, que ella deseaba saber cuáles, aparte de San Pedro, por supuesto, debería visitar sin falta. Sería del todo inexcusable no visitar San Pietro in Vincoli para contemplar el Moisés de Miguel Ángel, por citar una. ¿Y las hermosas piazze romanas? No quería perderse, por ejemplo, el Campo dei Fiori, el antiguo espacio donde se ejecutaba a los condenados, la única que según le habían dicho no estaba presidida por una iglesia… El rostro del joven se ensombreció, un velo de tristeza invadió su mirada y enmudeció. No hubo oportunidad de que ella insistiera sobre el tema, acababan de llegar a su destino y la conversación derivó por otros derroteros en cuanto Irene vio lo que quedaba del circo romano que una vez fue el centro del mundo envuelto ahora por un a modo de telón de humo. Increíble pero no había cola para entrar y en el interior reinaba el silencio; o la niebla había engullido a los visitantes, o habían enmudecido ante la grandiosidad de las ruinas. Otro detalle extraño que se sumaba a los muchos que la muchacha venía observando de forma intermitente aunque sin pensar demasiado en ellos. En su mente veía el suntuoso palco del emperador, las gradas abarrotadas de ciudadanos impacientes, el espectáculo en la arena… He visto demasiados peplum, se dijo, al tiempo que buscaba a su acompañante. Estaba medio oculto por una columna y al acercarse ella murmuró una disculpa mientras retomaba el camino hacia la salida. Irene no llegó a entenderle bien, dijo algo sobre el fanatismo y la cerrazón de algunos, que se le acababa el tiempo y aun tenía mucho que hacer.
El vuelo de un ave semejante a un cuervo la distrajo unos segundos y cuando volvió la vista Filippo se había, literalmente, disuelto en el aire. Una ráfaga de viento frío la hizo estremecer y rebuscar en su bolsa el grueso pañuelo que tenía para estas ocasiones. En el fondo se alegró de quedarse sola porque se sentía agotada; lo único que deseaba era dejarse caer, tumbarse, dormir hasta que el cuerpo le dijera basta. No se veía un alma, aunque se oían voces que ella intuía eran las de fantasmagóricos turistas que parecían flotar entre la niebla. Se acurrucó en un hueco debajo de una grada para descansar un momento…
La claridad diurna atravesaba las cortinas cuando a Irene la despertó el teléfono. ¡Menudo sueño! Estaba claro que tantos libros de misterio le habían colonizado la mente, necesitaba con urgencia salir a despejarse y olvidar las leyendas de brujas, gatos negros, magos, lechuzas y fantasmas. Contestó. Era Filippo que la conminaba a bajar enseguida a la cafetería para desayunar juntos y salir a explorar la ciudad, tal como habían quedado el día anterior. Debía apresurarse, el programa era extenso y el tiempo escaso.
El humeante capuccino le devolvió el alma al cuerpo, recuperó su energía y conversó animadamente con el Filippo real, un atractivo joven de cabellos rubios y verborrea imparable que le prodigó una cálida bienvenida a su ciudad natal, pletórica de vida en un espléndido día de invierno que les invitaba a recorrerla de cabo a rabo.
Salieron, pues, a la via Sistina en dirección a la piazza di Spagna, se detuvieron unos minutos en la fuente de la Barcaccia, abriéndose paso como pudieron entre el gentío habitual del lugar y coger la via dei Condotti, donde tomaron en primer stretto del día en ¡cómo no! el café Greco, para seguir el paseo previsto hacia el Ara Pacis. Después, fueron paseando por el Lungotevere Marzio y el Tor de Nona para acceder al otro lado del río por el puente S Angelo y por la via della Conciliazione llegar al Vaticano. A pesar de haberla previsto como de larga duración, esa visita excedió las previsiones y apenas les dejó tiempo para nada más ese día.
Ya anochecía cuando volvían por el corso Vittorio Emanuele; Irene intentaba digerir la maravillas que había visto y sugirió hacer la última escala de la jornada en el campo dei Fiori y tomar un panino en alguno de sus bares ¿Por qué no? Filippo se avino y con decisión se desvió por la via del Pelegrino, comprobando con asombro que estaba tomada por los carabinieri. A medida que avanzaban había más gente y no pudieron entrar en el campo porque estaba acordonado; todos los presentes comentaban lo sucedido que, por lo que pudieron deducir, se refería a un hecho extraordinario. Por lo visto, la noche anterior tanto la plaza como sus aledaños se habían quedado a oscuras, casi con seguridad a causa de una fuerte tormenta eléctrica que apenas había dejado caer algunas gotas de lluvia pero cuya espectacularidad había atemorizado a los vecinos que no se atrevieron a aventurarse por la calle; sólo un mendigo habitual de los alrededores había interceptado una patrulla de la policía diciendo que acababa de ver a un fantasma cruzar la plaza. Los agentes, que ya conocían al hombre y sus aficiones etílicas, le habían contestado para tranquilizarlo que investigarían pero sin darle mayor importancia. El caso es que aquellos relatos trajeron a la memoria de Irene algo que había leído aunque no recordaba dónde. Sin saber muy bien por qué preguntó si se conocía el aspecto del supuesto fantasma; una anciana le dijo que era un hombre joven, más bien delgado y no muy alto, que parecía deslizarse más que caminar vestido con una especie de gabán con capucha que le tapaba el rostro que se percibía anguloso. La muchacha levantó la vista y vio que el pedestal que soportaba la estatua de Giordano Bruno estaba vacío; entonces recordó que estaban a 17 de febrero. Hacía exactamente cuatrocientos años que el monje murió en la hoguera cuando se cumplió la sentencia de la Inquisición que lo condenó por herejía.
Texto y fotografías:
© Marisa Ferrer P.
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